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Mientras visitaba el otro día la exposición de Philippe Parreno en el Palais de Tokyo de París (Anywhere, Anywhere out of the World), me pareció reconocer algunos de los motivos que siempre me han llamado la atención en el cine de Portabella. Ignoro si Parreno conoce al cineasta y quiero pensar que, aunque así fuera, no cambiaría en nada la correspondencia que esbocé el otro día en esta exposición sobre la que, por cierto, los Cahiers du Cinéma de diciembre habían publicado algunas líneas.

Desde luego, esta correspondencia no es exhaustiva. Estoy seguro de que muchos de sus motivos se dejarían invocar, con mayor pertinencia quizá, a propósito de otras comparaciones entre este cineasta y otros artistas. Pero hay algo del tono que me  fascina en películas como Pont de Varsòvia (1989) o El silencio antes de Bach (Die Stille vor Bach, 2008) que me pareció percibir en esta gran exposición. Entre los motivos señalaría el sentido del trabajo colectivo en la creación artística – y del trabajo a secas, al que el cine de Portabella me parece singularmente sensible – , la atención prestada a los automatismos y a las técnicas, las relaciones sorprendentes entre el espacio y la música, o una elaboración rigurosa del tema (o el problema) de la exposición, en un sentido que se deja entrever en la idea de «exposición de arte», pero que también va más allá.

La exposición de Parreno estaba organizada musicalmente. Su hilo conductor era la transcripción de Petrushka, de Stravinsky, que cuatro pianos automáticos interpretaban en diferentes espacios. Las obras, vídeos e instalaciones (de Parreno y los otros artistas invitados por él) estaban dispuestos de tal manera que respondían a la partitura que cada piano hacía resonar. De modo que el recorrido por la exposición producía una extraña impresión de vida. Ni que decir tiene que la exposición no buscaba crear una falsa ilusión orgánica. Al contrario, el modelo dominante era el de los autómatas. Era el caso de los vídeos The Writer (2007, integrado en la instalación TV Channel, 2013), que presenta al autómata dieciochesco «El escritor», de Jacquet-Droz, así como Marilyn (2012) y el robot que lo protagoniza, también expuesto como pieza exenta (ModifiedDynamicPrimitivesforJoiningMovementSequences, 2013). Y también del proyecto colectivo No Ghost Just a Shell animado por Parreno y Pierre Huyghe en torno al personaje de Annlee. El título de este proyecto alude a la saga anime conocida entre los cinéfilos gracias a la película de Mamoru Oshii, Ghost in the Shell (Kôkaku Kidôtai, 1995), y cuya temática de la encarnación abordaba en esta exposición la instalación «humana» Annlee (2011), de Tino Sehgal.

Ante todo esto, ¿cómo no pensar en la emergencia, en lo que parece un espacio de exposición, de esa pianola virtuosa con que se abre El silencio antes de Bach? Pero, como ocurre en esta película, las máquinas de Parreno no se limitaban a un virtuosismo automático. Lejos de reducirse a la simple demostración de habilidad técnica, las máquinas de esta exposición estaban como hechizadas por dos cosas que, en general, parecen no pertenecer a su mundo.

La primera de estas cosas era el tono melancólico que impregnaba la existencia de estos objetos automáticos. El problema no es que estas máquinas quisiesen ser humanas, auténticos seres vivos, por saberse demasiado artificiales. Al contrario, estas máquinas no eran nunca ni suficientemente humanas, ni suficientemente maquinales. Su melancolía era la de los fantasmas, de ahí su capacidad de desconcierto. Marilyn era casi una sesión de espiritismo automático, y la máquina que escribía como Marilyn Monroe no era la simple copia mecánica de una serie de gestos, la imitadora compulsiva atrapada en un instante de tiempo, en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York. Al contrario, esta máquina contaba también su propia historia aunque, en el fondo, esta no se distinguiese en nada de la Marilyn Monroe. Esta repetición desde un lugar diferente con respecto a lo repetido, me parece, tiene mucho que ver con la propuesta de Vampir-Cuadeduc (1970), aunque esto habría que estudiarlo con detalle.

La segunda cosa que contribuía a esta atmósfera, a la vez familiar y extraña, auténtica «alienación» de las máquinas en esta exposición, era la búsqueda de la unicidad, de lo que no tiene lugar más que una vez. Como si cada máquina, o cada espacio, se estuviera improvisando y se acabase allí donde termina su gesto. De lo paradójico de este asunto, y en especial en lo que concierne al arte, Portabella nos daba cuenta ya en Miró l’altre (1969), pero desde luego se trata de un motivo recurrente en su trabajo. En la exposición de Parreno, este problema se planteaba a través del directo integrado al final de una película mediante una webcam (al final de Continuosly Habitable Zones, 2011). Pero se convertía en un asunto verdaderamente paradójico, irresoluble, cuando aspiraba a conjugar lo irrepetible con lo reproducible. Ese era el caso de los DVDs distribuidos al público, con dos de las películas de la exposición, y que estaban programados para borrarse después de la primera lectura.

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Acerca de Portabella y la edición de sus Obras Completas editadas por Intermedio, he publicado un breve artículo en El Cuaderno 48, pp. 23-25